Andrés Daín

 

columnista alreves.net.ar

¿A quién le importa Cristina?

 

Cristina Kirchner y sus seguidores están siendo objeto de una “persecución política”, según ellos mismos, o víctimas de un nuevo clima político-judicial que no da lugar a la impunidad, según sus detractores. Más allá de las valoraciones, lo cierto es que a pesar de no contar con poder político ni con recursos económicos, de tener una imagen negativa para al menos la mitad de la población (según la gran mayoría de las mediciones), de ser rechazada por una buena parte de la clase política y aún tras haber perdido frente a un ignoto candidato en las últimas elecciones en el distrito donde supuestamente se concentra la mayoría de su capital político, Cristina Kirchner todavía sigue siendo uno de los principales centros de gravedad del sistema político argentino y, consecuentemente, ocupa un lugar privilegiado en la estrategia política, electoral y comunicacional del gobierno de Mauricio Macri. En este contexto, parece oportuno preguntarse en dónde radica el poder de Cristina, por qué sigue teniendo tanta centralidad, por qué sigue siendo el locus de una buena parte de la agenda mediática, judicial y política. En definitiva ¿dónde radica el valor político de Cristina?

Determinar la valía de un político o una política es uno de los problemas clave del análisis político coyuntural. Para cualquiera que manifiesta algún grado de interés por la política, resulta evidente que hay dirigentes más relevantes que otrxs. Si en política no todxs valen lo mismo, entonces ¿Cómo dar cuenta de esta diferencia, de esa distancia entre unxs y otrxs? La pregunta no sólo es importante a los fines de armar una descripción del mapa político, sino que es particularmente clave para la dirigencia a la hora de tomar decisiones estratégicas: ¿a quién se debe apoyar? ¿con quién conviene aliarse? ¿de quién hay que despegarse?

Una muestra más de la centralidad de este problema es la diversidad de intentos por aprehender dicha diferencia. Un ejemplo célebre al respecto está en el mundo de la consultoría política, donde se han desarrollado una serie de formas de medir cuánto vale cada miembro de la clase política. El más elemental es la “intención de voto”, desde el cual el peso está definido por el caudal electoral que posee, esto es por cuántos votantes indican que lo van a apoyar o que podrían llegar a hacerlo. También está “el nivel de conocimiento” que tiene un/a políticx: a mayor nivel de conocimiento, mayor relevancia. Finalmente, aparece en esta zaga una categoría mucho más difusa: la “imagen”, que de modo algo rústico se define a partir de indicadores tales como “muy buena”, “buena”, “mala” y “muy mala”.

Tan difundidos y establecidos están estas maneras de dar cuenta de la diferencia entre dirigentes, que éstxs muchas veces se desviven por “medir más” y por ser “más populares”, olvidándose en ocasiones de que ninguna estrategia para alcanzarlo es neutral ideológicamente. Por ejemplo, se puede crecer en nivel de conocimiento apareciendo en la tele todo el tiempo, hasta se puede ser un/a disciplinadx y obediente amante del coaching y cumplir con todas las reglas para “caer bien” a “la gente”, pero lograr conocimiento por esta vía puede hacer que la ciudadanía lo vea más como un/a comentadxr de la realidad que como alquien capaz de gobernar.

Pero antes que la consultoría, el mismo mundo político desarrolló sus propios criterios para medirse lxs unxs con(tra) lxs otrxs. Sostenido en intuiciones, en necesidades, en experiencias previas, en miradas agudas, la dirigencia también tienen sus formas para establecer quién vale más y quién vale menos. Así, tener una nutrida red de contactos, manejar recursos económicos, poseer un saber específico, tener cierta información, ser carismáticx, contar con buena oratoria o capacidad de persuasión, son elementos presentes en la valoración entre pares dentro de la política.

Ahora bien, ciertos desarrollos teóricos contemporáneos sobre lo político están haciendo posible otros modos de pensar este problema. Desde estas gramáticas novedosas, la política es pensada como una lucha por determinar el sentido de una serie de términos particularmente sensibles para la vida en sociedad. Desde este punto de vista, entonces, lo más importante en política es conseguir que mi manera de entender, por ejemplo, qué es la libertad, qué es la igualdad o qué es la justica social, sea la más legítima y, por lo tanto, la más asumida por las mayorías. Si la política entonces consiste en esta disputa incesante, el valor de un/a políticx pasará en buena medida por su capacidad de representar alguno de estos términos. Un par de ejemplos sencillos al respecto: ¿Qué políticx argentinx encarna la justicia social? Indudablemente, Juan Domingo Perón. ¿Y cuándo se habla de democracia, institucionalidad y libertades políticas y civiles? Posiblemente a muchxs se les venga la imagen de Raúl Ricardo Alfonsín ¿Y quién representa el valor “honestidad” en nuestra coyuntura actual? Quizás Elisa Carrió o Margarita Stolbizer. Algunx se podrá irritar frente a estos ejemplos y gritar: “para mí, no! Para mí Perón era un demagogo populista, Alfonsín un inepto o Carrió una cínica”. Perfecto. Justamente esta posibilidad siempre presente de que alguien pueda cuestionar esta operación mediante la cual un individuo pasa a representar un valor que lo trasciende, pone en evidencia su carácter irreductiblemente polémico y, por tanto, inacabado, imperfecto. Encarnar valores tales como la justicia, la democracia o la libertad siempre es precario y cuestionable. Siempre es político. Siempre es ideológico.

Entonces, si esto es así, la relevancia de un/a políticx va a depender en buena medida de su capacidad de representar algo más que su propia biografía individual. O, lo que sería su reverso, de la posibilidad de que lxs otrxs vean en su nombre no una individualidad más, sino un valor. Sólo así podrá ser nombre de la justicia, de la libertad o de la democracia. Como el propio Hugo Chávez reconocía en aquel reportaje que le hiciera Daniel Filmus para el documental Presidentes de Latinoamérica: “Yo no me pertenezco. Ya mi vida no es mi vida. Como dijo Gaitán, ya no soy yo, soy pueblo”. Para que un/a venezolanx pueda decir “todos somos Chávez”, Chávez tuvo que dejar de ser sólo sí mismo.

¿Cuántos dirigentes a lo largo de nuestra historia han tenido el privilegio de que su nombre se superponga con términos tan caros para la discusión política? ¿Cuántos políticxs han logrado que su nombre sea el nombre del pueblo o el nombre de la Justicia Social? Sin dudas que han sido pocos quienes han tenido tal relevancia.

En todo caso, esta manera de dar cuenta de la valía de un/a referente políticx, permite pensar en otros términos la persistente centralidad de Cristina. Posiblemente el problema no sea ella, sino aquello que representa. Quizás atacar a Cristina no sea (solamente) un problema personal ni de justicia ni de lucha contra la impunidad o contra la corrupción. Posiblemente lo que se quiere atacar sea lo que el kirchnerismo representa para muchos. Entonces, el problema no es Cristina, sino lo que ella pudo o puede representar.

Aún en el supuesto de un injusta persecusión política, mediática y judical, la cuestión en términos políticos no es solamente el avasallamiento de las garantías constitucionales ni el supuesto debilitamiento del Estado de Derecho. El punto está en que más allá de cuál sea la verdad en torno a los casos judiciales sobre Cristina y los kirchneristas, hay un claro y definido intento por evitar aquello que su figura puede encarnar. Para algunos será la emancipación de la política, para otros las estatizaciones, o la Asignación Universal por Hijo, quizás haya quien se identifique con el matrimonio igualitario, o con la política de integración regional o con su intento de desarrollo de una industria nacional.  Más allá de las valoraciones de cada quien, Cristina y los doce años de kirchnerismo representan que hay otros modos posibles de gobernar, que hay otras formas y otros criterios para tomar decisiones, que un gobierno puede buscar construir legitimidad sin el apoyo de los grandes medios de comunicación ni de buena parte de los poderes corporativos. Se trata, en definitiva, de hacer inverosímil cualquier alternativa y hacer que, por ejemplo, ajustar a jubilados y beneficiaros de la AUH sea la opción racional.

Parece, entonces, que la lucha de los sectores conservadores no es con el pasado sino con el futuro.