Natalia Gómez Calvillo

 

columnista alreves.net.ar

Discriminar por el acento

“Uno la ve así, toda blanquita y rubia, hasta que abre la boca, habla como una villera, y toda la apariencia se va al diablo”. O “es un tipo muy trabajador, pero uno se tiene que acostumbrar a cómo habla, igual que los negros”.

Con diferentes matices, escuchamos a menudo comentarios como estos en los que se vinculan características negativas con la tonada cordobesa de los sectores populares. Aunque para los porteños, la tonada cordobesa puede resultar “graciosa”, dentro de Córdoba existe una jerarquía de tonadas y la de los sectores medios-bajos es vergonzante para muchos cordobeses.

Hoy me gustaría hacer foco en cómo nuestro acento es un rasgo sensible, a veces más evidente para algunos que para otros, que sirve como carta de presentación.

Eso que solemos llamar “tonada” remite a lo que, técnicamente, se conoce como acento. Una de las acepciones del diccionario de la RAE señala que el acento es el “conjunto de las particularidades fonéticas, rítmicas y melódicas que caracterizan el habla de un país, región, ciudad, etc.”.

Es decir, es la musicalidad de nuestra habla, es el ritmo y la entonación que se asocian con quienes proceden de un sitio o de otro. Nadie está exento del acento. Todos nacemos en una comunidad de habla con un acento particular.

Como sucede en tantos aspectos de nuestra vida, existen entidades que establecen, a veces explícitamente y otras, de manera más sutil, que algunos acentos cuenten con prestigio, con aceptación generalizada, y que otros, por el contrario, sean bastardeados y rotulados con calificativos negativos.

En la radio, por ejemplo, podemos escuchar con frecuencia anuncios publicitarios que promocionan cursos de locución que ayudan a “superar problemas de tonada”. A futuros profesores de español como lengua extranjera se les puede recomendar que suavicen su acento como para sonar más neutrales (y por ende, más fáciles de entender) ante sus estudiantes. Actores en formación pueden aprender a imitar acentos para ayudar a la caracterización de personajes, porque sonar de una u otra manera trae aparejada tal o cual característica: se suena inteligente, se suena educado, se suena bien (y todos sus opuestos).

Sin embargo, no hay nada en un acento X en sí mismo que lo haga mejor que un acento Y, ni uno Z. Desde un punto de vista lingüístico, todos los acentos tienen el mismo valor, porque tiene valor el hecho de que los produzcan, una y otra vez, hablantes de comunidades específicas, quienes emplean la lengua con éxito para un sinfín de objetivos (conscientes y no) y con una infinidad de interlocutores.

Ser linda o ser trabajador pero hablar como los negros “habla” de parámetros no lingüísticos que se usan para juzgar a las personas.

La idea de superar los problemas de tonada, la recomendación de suavizar un acento para sonar más neutrales, enseñar a imitar uno u otro acento para caracterizar a un personaje como más o menos inteligente, todo esto no procede del acento en sí mismo, sino de juicios de valor que surgen de instituciones, como los medios, la escuela, el diccionario y las editoriales, compuestas por personas con poder para hacer esta división del trabajo de los acentos. Algunos, los aceptados y equiparados a valores positivos, hacen el trabajo lindo; otros, los desprestigiados y considerados impropios, no abren puertas.

Esta bajada de línea está presente a lo largo de nuestras vidas. Y la padecemos si nuestro acento no está del lado de los acentos “impolutos”.
No hay nada neutral en el hecho de formar profesores para que suenen neutral. ¿Acento neutral según quién? Hablar con el acento de quien nació en el Cerro de las Rosas no nos hace automáticamente inteligentes. Y, al momento de transmitir nuestros mensajes, no hay ningún problema si le agregamos sonoridad a la “r” inicial cuando decimos “restaurar”, por ejemplo.

Al estudiar lingüística, sabemos que, aun cuando dos personas hablen el mismo idioma, no hay comunicación posible si no hay buena voluntad para entenderse entre las partes que se ponen en contacto. Quien quiere entender a su interlocutor, lo hará (aunque haya faltas en el mensaje). Quien no, no.
Quien no quiere entender encontrará motivos que, supuestamente, impiden la comunicación: entre ellos, a menudo, está el hecho de que la forma de sonar de quien habla no es aprobada por quien escucha.

El problema, en todo caso, no es lingüístico.

Estaría bueno que empecemos a derribar las trabas, contrarrestando la bajada de línea que promueve unos pocos acentos. Una manera sería empezar a defender y poner en valor las formas categorizadas como “no estándar”, aun cuando reconozcamos la valía de la forma estándar (que es “estándar” o “normativa” según la visión de entidades específicas).

Por eso, la próxima vez que escuchemos a alguien cuyo acento difiera del nuestro, sea de una villa, norteño o de Bolivia, por poner algunos ejemplos, y creamos no entender su mensaje o lo califiquemos negativamente, preguntémonos qué es realmente lo que no entendemos o lo que no nos gusta.

Como en muchas áreas de nuestra vida, podríamos empezar a crear entornos en los que la pluralidad, en este caso de acentos, sea bienvenida. Porque si bien son instituciones que detentan poder las que les suben el pulgar, o se lo bajan, a determinados acentos, estas instituciones no dejan de estar conformadas por personas. Y aunque sean círculos de élite, si muchos ejercemos presión, no les quedará otra que adaptarse.

Y una mujer será linda o un hombre, trabajador, y hablarán con su acento regional; el curso de locución no venderá sus técnicas para borrar la tonada ni las clases de idiomas erigirán una forma de sonar como la neutral y cuasi perfecta, ni quienes actúan se servirán del acento de determinada región, recurrentemente, para crear sus personajes “buenos”, ni el de otra zona, para crear los “malos”.