Andrés Daín

 

columnista alreves.net.ar

El autoritarismo encubierto

Una discusión clave en la Argentina actual es qué etiquetas político-ideológicas, y en qué sentido específico, son pertinentes para caracterizar y entender el gobierno de Mauricio Macri. No se trata de una vocación neurótica de querer ordenar el mundo o de intentar domesticarlo mediante nuestros limitados lenguajes. Pensar de manera rigurosa para poder elaborar una crítica ideológica es un paso clave e inescindible de cara a realizar la tarea más apremiante de los sectores populares: la construcción de una nueva mayoría que combata el avance del neoliberalismo en nuestro país. Afinar nuestra mirada y encaminarnos a una definición precisa del adversario político es la primera garantía para no terminar dando manotazos al aire y luchando contra un fantasma que sólo existe en nuestros prejuicios.

Podríamos afirmar que hay dos lugares privilegiados a través de los cuales uno puede realizar una caracterización de un gobierno. Uno es bien obvio: lo que el gobierno hace. Es decir, cuál es el contenido de las decisiones adoptadas, a qué intereses responde, quiénes se benefician y quiénes son los perjudicados. Otro lugar que nos puede ayudar a aprehender ideológicamente un gobierno son los argumentos, los valores y los sentidos que emplea en la pretensión de legitimar sus decisiones. Aquí es donde podemos encontrar precisamente un rasgo autoritario del Pro.

En estos ya más de 500 días de Macri en el poder, han circulado muchos argumentos diferentes. “Pesada herencia”, “sinceramiento”, “decir la verdad”, “hacer lo correcto”, “poner la verdad sobre la mesa”, “es doloroso, es difícil, pero…” y “no hay plan B” son algunos de los términos repetidos en estos tiempos. Recientemente, apareció uno que, creemos, pone en evidencia cuál es el parentesco entre toda esta maraña compleja de explicaciones y da cuenta en ello de cierto autoritarismo oculto en el Pro. Nos referimos al nuevo slogan publicitario del Gobierno Nacional: “haciendo lo que hay que hacer”.

Cuando un gobierno pretende defender sus acciones afirmando que está haciendo simplemente lo que hay que hacer, cuando dice que actúa sólo en función de lo estrictamente necesario o que hace algo porque sencillamente es lo correcto está negándose a abrir el debate sobre el contenido de sus políticas. ¿Qué alternativas podría haber a lo correcto, a lo necesario? Quien alcanza la verdad, quien logra saber qué es lo necesario, no tiene más función que dedicarse a realizarlo y, en la medida en que está haciendo lo correcto, sus opositores invariablemente serán valorados en términos de necedad, irracionalidad o demagogia. ¿Qué persona sensata podría oponerse a lo correcto?

O asumís lo correcto o serás confinado al lugar de la locura o de la nostalgia. No hay diálogo posible con quienes no estén dispuestos a entender y a apoyar lo que hay que hacer.

Pero, además, también cabría preguntarse ¿quién define lo correcto? ¿Quién fija qué es lo que hay que hacer? ¿Dónde se decide aquello por hacer? ¿Es el gran empresariado, son los agroexportadores? ¿Es el sector industrial o el financiero? ¿Será, quizás, el omnipotente Durán Barba? ¿O la ciencia económica es quien establece, por ejemplo, el plan económico objetivamente verdadero? ¿O son las recetas de los organismos multilaterales de crédito? ¿O las principales potencias mundiales? Más allá de las repuestas concretas a estos interrogantes, lo relevante ahora es evidenciar la lógica del argumento: aquello que hay que hacer no es discutible, no es politizable. La frontera entre lo correcto y lo incorrecto no es establecida a partir de una disputa entre una pluralidad de puntos de vista. Lo correcto está ahí disponible, fuera del ámbito de la política, y un político racional no debe más que abrazarse a ello y poner todo su esfuerzo en su realización. Un político que dice saber lo que hay que hacer y dice contar para ello con el mejor equipo de los últimos 50 años pone a la ciudadanía frente a un dilema que nada tiene de democrático: la razón te permitirá reconocer y confiar en dicha sapiencia o, sencillamente, serás un irracional, un utópico o un nostálgico de épocas pasadas.

El corolario de esto es una democracia sumamente limitada, donde los ciudadanos forman a través de su voto gobiernos que antes que “decidir qué es lo que hay que hacer” se limitan a “hacer lo que hay que hacer”. Si el plan fracasa, sus ejecutores podrán desresponsabilizarse de ello, ya que no fueron quienes lo elaboraron. Estamos frente a la muerte de la democracia: votamos gobiernos que no deciden qué hacer, por lo que no podemos exigirles que rindan cuentas, ya que no hicieron más que lo que otros definieron como lo correcto.

Una oposición popular no podrá sino construirse a partir de lo que la política democrática nunca puede dejar de ser. La política es hacer lo que uno cree correcto y para ello no contamos con más argumentos que con las propias convicciones.