Graciela Pedraza

En el país del no me acuerdo

El 26 de noviembre de 2017, una bala cubrió la distancia entre un prefecto y la espalda del mapuche Rafael Nahuel. Corría Nahuel, trepaba un cerro en Villa Mascardi, escapaba de la represión feroz ordenada por la ministra Patricia Bullrich. A lo mejor tuvo miedo, siglos de matanza de su gente habrán pasado como una ráfaga por su cabeza de 22 años. O tal vez no. Tal vez imaginó que no podían ocurrir crímenes así en estas épocas, o quizás sí lo pensó, porque el recuerdo de Santiago Maldonado estaba fresco en su memoria.
Transcurrieron tres meses y por el centro de Bariloche desfilaron los familiares de Rafita, sus amigos, organismos de derechos humanos y organizaciones sociales pidiendo verdad y justicia. Tres meses de un asesinato tapado con total descaro. No hay un solo detenido, se adormecieron casi todas las voces mediáticas que, forzadas por la dimensión del caso, se vieron obligadas a comentarlo en aquel momento.
Seis miembros del grupo Albatros han sido investigados pero no imputados: Francisco Antonio Lezcano, Guillermo Sergio Cavia, Francisco Javier Pintos, Carlos Valentín Sosa, Juan Ramón Obregón y Sergio Damián García. Uno de ellos es un asesino.
La primera acción de la justicia fue ir contra la víctima. Peritajes para descartar muestras de pólvora en las manos de Nahuel, porque la ministra seguía meneando el tema del enfrentamiento y lávense rápido queridos albatros que yo les acerco la toalla.
¿Qué clase de sociedad somos?
Si miramos el mundo que nos rodea y haciendo historia, diría que avanzamos con pasos morosos en cuestión de derechos humanos. Claro, adelantos se han logrado, pero la parte oscura, la parte tenebrosa que los mortales llevamos incrustada en meandros internos, esa emerge ante cualquier excusa.
En los días siguientes a la desaparición forzada de Santiago Maldonado, y luego de la muerte de Rafael Nahuel, escuchamos y vimos en twitter y anexos una catarata de maldad y odio increíbles. Inferidos sí, pero difícil de tolerar. Un odio brutal, con apelaciones a matar, al exterminio de todos esos “indios rotosos, mugrientos, pobres por vagos, que se creen dueños de lo ajeno…” y de los “otros que les siguen el juego”. Los otros venimos a ser nosotros, que llegamos a esta tierra igual que esos vociferantes: desnudos y a los gritos.
Reducir la maldad a la influencia nefasta de LV3, TN, Lanata o los Leuco, sería echar por la borda miles de sesudas reflexiones filosóficas, antropológicas, psicosociológicas y etc. etc. Meditaciones que la gran mayoría de nuestros colegas periodistas están a años luz de atender; no sea que, como Ícaro, la verdad los queme de una vez y para siempre. Y es que la atracción del hombre hacia lo tanático, no es patrimonio de los escribas de este tiempo, aunque ellos sirvan en bandeja situaciones armadas para que afloren fuerzas oscuras y acometan el mayor daño posible, acorralando y amordazando, tapando y confundiendo toda reflexión sensata, de sentido común.
De manera que la ignorancia viene del fondo de los tiempos, siempre fogoneada por los poderosos del momento: entre el relator que narraba en la caverna sucesos probados, y el que poseía el garrote, no tenemos dudas de quién prevalecía. La lucecita interior que se despertaba en el auditorio, se debilitaba ante la vista del machete. Siempre ha sido así, era tras era, sistema tras sistema, en que los dueños del poder, ya munidos de los resortes económicos, hicieron suya la experiencia del cavernícola cachiporrero.
Y de esa manera se fabricaron no solo los esquemas de organización política para el despojo, sino también las leyes, la banca, los planes de educación, las creencias religiosas, las estructuras familiares y, sobre todo, una esmerada selección por castas. O clases. Según dónde caías al nacer, era el castigo o la bendición que te merecías. Y guay con salirte de ahí, sobre todo si te había tocado el escalón más bajo. El ciudadano común rara vez se formula un pensamiento elemental: de dónde venimos, quiénes somos y qué sentido tiene nuestro paso en esta tierra. Al ciudadano de abajo le faltan elementos, el clasemediero aspira trepar allá arriba y los de arriba no quieren salir del ghetto ni traer dinero de sus guaridas… Que con cavernas y cuevas volvemos al punto de partida.
Indígenas y comunistas
Los indígenas son los dueños de las tierras en las que hoy habitamos los descendientes de nativos e inmigrantes. Lo demás es puro cuento leguleyo de papeles que no existían hace cientos de años. Quienes han convivido días, meses o años con alguna etnia de nuestro país, sabemos de su solidaria tarea comunitaria, del trabajo arduo sobre un pedazo de las peores tierras que les dejaron, de su batallar incesante por un poco de agua, un médico, un medicamento. Los políticos se ocupan poco de ellos, los maestros y profesores no saben o no explican lo suficiente, a los medios de comunicación les falta tiempo porque están enfrascados en la pelea de la última botinera con el multimillonario crack. Les sobra pauta publicitaria.
De manera que, salvo excepciones, la sociedad da por sentado que no hay más indígenas, se acabaron. Después de Roca no quedó nadie, aunque el censo de 2010 diera un millón de originarios, y especialistas cifren entre un 3 % y un 5 % la población total del país, teniendo en cuenta el ocultamiento que muchos hacen de su origen. Pero lo cierto es que un 60 % de los argentinos venimos por línea materna de pueblos originarios (1), y en la docta Córdoba ese porcentaje trepa a más del 70° (2).
La lucha de Santiago Maldonado, de Rafael Nahuel, de los miles y miles de indígenas que cobran conciencia y recuperan identidad y pertenencia, crece sin cesar, aunque surjan obstáculos en el camino. Una pelea que se reedita siglo tras siglo, década tras década.
La excelente investigación de Guillermina Espósito y Ludmila Da Silva Catela que lleva por título “Indios”, “comunistas” y “guerrilleros”: miedos y memorias de la lucha por tierras en las tierras altas de Jujuy, Argentina (3), de alguna manera resume siglos del escarnio, explotación, discriminación y asesinatos en masa o selectivos, en esta lucha por recuperar tierras ancestrales. Leemos allí que en 1875, año de la masacre de cientos de kollas en el norte de la actual Jujuy, ésta se justificaba oficialmente por tratarse de “indios comunistas”, porque aquellos alzamientos tenían la marca de la Comuna de París¡! Ay, Sancho, cosas leyeres…
En esas rebeliones, como en la de 1924, los “indios atacaron armados de palos y piedras”, mientras las fuerzas del Estado y los mercenarios pagados por terratenientes no escatimaban balas de calibre diverso. Así el despojo diluyó identidades y pertenencias; y sin embargo, estos aconteceres no los registra la historia que se enseña en las escuelas, ni tienen lugar en la memoria de los políticos, ni en la caja fuerte de los terratenientes.
¿Por qué no cuestionamos esto? ¿Por qué el usurpador pasa por justo, íntegro y decente cuando la historia real testimonia todo lo contrario? ¿Por qué tanta discriminación, tanto desprecio, tanto rechazo a quienes pueblan estas tierras desde el fondo de los tiempos? En 1976, a pocos meses del golpe militar, veinte kollas fueron secuestrados por reclamar como propiedad comunitaria la finca Tumbaya, en Jujuy. Solo seis sobrevivieron. Cuando se hace el recuento de los desaparecidos allá en el norte, aparecen obreros, estudiantes, profesionales, comerciantes… y ningún “indio”.
Las elites terratenientes y las fuerzas de represión avanzaron durante el gobierno de Mauricio Macri, y el gobernador Morales entra en las dos categorías.
En el país del no me acuerdo
Doy tres pasitos y me pierdo. (4)
1) https://www.pagina12.com.ar/diario/ciencia/19-54853-2005-08-10.html
2) http://lajornadaweb.com.ar/2017/10/08/adn-cordobes-fuerte-presencia-aborigen-y-4500-anos-de-antiguedad/
3) http://ppct.caicyt.gov.ar/index.php/corpus/article/view/2282
4) Autora: María Elena Walsh