José M. Morán Faúndes

La construcción del feto y el debate del aborto

Los pañuelazos por la IVE continúan. Ahora profundizaron su campaña los sectores antiaborto.
Uno de los lugares más comunes en donde el debate sobre el aborto suele quedar entrampado es aquel que lo sitúa como una disputa entre los derechos de la mujer (a la salud, al propio cuerpo, etc.) y el derecho a la vida del feto. Sin embargo, para llegar a pensar el debate en esos términos ha sido necesario dar un paso anterior, el que generalmente es invisibilizado e incluso negado por algunos/as: para pensar el aborto en términos de un conflicto de derechos ha sido necesario construir antes al feto como un sujeto. Me explico.
Cada sociedad y cada cultura negocia de manera distinta los umbrales que determinan el momento en que la vida comienza a ser considerada como susceptible de protección. La antropología ha demostrado que en muchas sociedades no industrializadas el inicio biológico de la vida no coincide necesariamente con el inicio de la valoración de esa vida. En ciertas culturas, el inicio de la vida suele ser asociado al momento del parto biológico, por ser éste el primer instante en que es posible visibilizar al/la niño/a, mientras que su aceptación social, esto es, la entrada de esa nueva vida a la comunidad, puede ocurrir en un momento posterior, como cuando se cumplen ciertos ritos, cuando ocurren determinados eventos simbólicos de importancia para la comunidad o cuando se alcanza un cierto estado de maduración. En palabras de la antropóloga Lynn Morgan, en múltiples culturas el “parto biológico” está separado del “parto social”. En algunos lugares, por ejemplo, el ingreso simbólico de una nueva vida a la comunidad ocurre recién cuando se le asigna un nombre al bebé, cuando se realiza la perforación de una de sus orejas, cuando se le circuncida, etc., ritos que pueden ocurrir a los pocos días o a los años luego del parto biológico. De este modo, en algunas culturas, antes del nacimiento biológico, el feto no es considerado aun una nueva vida, ni menos aun un sujeto susceptible de protección o de valoración moral.
En las sociedades occidentales industrializadas, en cambio, la situación es distinta. Desde hace unas pocas décadas, venimos atravesando una dinámica social y política en la que hemos tendido a adelantar el momento simbólico en que valoramos y admitimos esa nueva vida como parte de la comunidad. En gran medida, esto se debe a las nuevas tecnologías de visualización que desde mediados del siglo XX nos han permitido observar los fetos antes del nacimiento. Esta “visibilidad” que ha adquirido el feto dentro del útero de la mujer ha transformado las percepciones que se tienen respecto de éste, produciendo cambios en la valoración subjetiva que le asignamos dada la atención que hoy día se le otorga. En palabras de Lynn Morgan, las tecnologías de visualización han adelantado el parto social en Occidente. Por supuesto, este fenómeno ha ocurrido con una relativa ambigüedad: aunque hoy en día le asignamos nombres a los/as hijos/as antes de su nacimiento, oficialmente el nombre queda registrado y oficializado recién tras el parto; pese a que valoramos la vida fetal, los registros de mortalidad oficiales sólo cuentan las muertes de aquellos que murieron tras el parto, y no antes de éste; para todo efecto, una mujer embarazada cuenta como una sola persona, y no como dos, etc. Es decir, atravesamos actualmente un proceso ambiguo de adelantamiento del parto social en el que valoramos la vida fetal, sin desprendernos de la idea de que el nacimiento biológico constituye un momento simbólico central que marca el ingreso a la comunidad.
De este modo, es posible ver que la valoración del feto como un sujeto, como un miembro de la comunidad, es una operación cultural, una construcción social que nada tiene que ver con una verdad neutral y objetiva, sino con los procesos de negociación que cada sociedad realiza. El problema es que en Occidente hemos tendido a negar ese carácter construido que tiene la valoración de la vida, disfrazándolo bajo la apariencia de una verdad científica. Pero ver un feto mediante una ecografía, o un embrión mediante un microscopio, es distinto de asignarle el estatus de persona o de sujeto de derechos. La asignación de la categoría de “sujeto” a dicho embrión o feto es una imputación de sentido, una forma subjetiva de otorgarle un carácter moral y/o jurídico, un modo de significar lo que se ve en una ecografía, y no un dato observable de manera objetiva en la imagen.
Pese a que la subjetivación del feto (esto es, la acción de otorgarle el estatus de sujeto) es una acción de poder, un acto mediado por la cultura y construido socialmente, quienes rechazan el derecho al aborto muchas veces suelen amparar sus argumentos en la afirmación de que el feto es ya, objetiva e incuestionablemente, un sujeto moralmente valorable, susceptible de protección jurídica incluso desde el momento de la fecundación. La fecundación se ha transformado en un instante que pareciera marcar de manera aparentemente irrefutable la aparición de un sujeto, de una persona.
Esta asignación de valor al óvulo fecundado se debe en parte a las nuevas tecnologías de visualización que han permitido ver el proceso de fecundación mediante imágenes producidas en laboratorios. Pero también se alimenta de los imaginarios genetistas que desde mitad del siglo XX se han popularizado, y que han tendido a producir la idea de que somos seres esencialmente genéticos/as. Así, el hecho de que el óvulo fecundado (llamado también “cigoto”) sea la primera célula con un ADN distinto al de la madre y el padre, y que se mantendrá inmutable durante su desarrollo biológico, sería para algunos/as una prueba suficiente de que ese óvulo fecundado es ya una nueva vida, un individuo distinto de sus progenitores/as y valorable en sí misma, imputándole así un carácter jurídico.
Pero pensar que la vida individual comienza en la fecundación dado que es ahí cuando se forma el genoma humano implica asumir un reduccionismo que establece que los seres humanos somos esencialmente genes, que nuestra vida es una vida básicamente genética y que nuestro ADN sería determinante de nuestra condición de individualidad. Asimismo, implica asumir que somos valorables en tanto somos seres genéticos. En otras palabras, es entender a los seres humanos bajo un prisma esencialista, como un simple conjunto de códigos preprogramados (los genes), y no como entidades complejas en cuyas formas de actuar y pensar se interconectan estructuras biológicas con medios sociales y culturales. Es negar que gran parte de nuestras acciones, nuestras sensaciones, sentimientos, decisiones, etc. están atravesadas por nuestra crianza, por nuestra interacción con el mundo, y no por un simple código genético predeterminado. Por esto, este imaginario genetista entraña una nueva forma de simplismo, de esencialización disfrazado de biología, en lo que la bióloga Donna Haraway denomina bajo el concepto de “fetichismo genético”.
Al ver en un microscopio el proceso de fecundación, la imagen no nos muestra una persona, ni menos un sujeto de derechos, sólo dos células que se unen. El carácter de persona, de sujeto de derechos, es una idea política, no científica. Así, no hay nada de objetivo en afirmar que un cigoto es un sujeto. Sólo es una imputación de sentido, una forma subjetiva de asignarle valor moral y jurídico a una célula basándose en el imaginario genetista que afirma que los genes son todo, que los genes representan la última verdad de nuestra existencia, un nuevo dios secularizado.
Quienes se oponen al derecho al aborto suelen subjetivar al feto negando la operación política que efectúan, produciendo con esto un imaginario que separa a la mujer y al producto de la fecundación como dos sujetos “objetivamente” diferenciados. Así, otorgan al feto la cualidad de sujeto y, como tal, de persona susceptible de protección, al tiempo que invisibiliza a las mujeres y les otorgan un estatus moral y jurídico equivalente al de una célula como es el cigoto. Esta separación instaura la apariencia de que el producto de la fecundación constituiría un ser autónomo respecto de la mujer, instituyendo límites entre ambos bajo la apariencia de la naturalidad y la objetividad. Así, amparándose en un imaginario genetista que ha otorgado autonomía al producto de la fecundación, los cuerpos de las mujeres terminan siendo invisibilizados, relegándolas al lugar de meros contenedores responsables penalmente de garantizar la vida de ese feto subjetivado.
Pero el feto no sólo es construido como un simple sujeto por parte de quienes rechazan el derecho al aborto. Es construido específicamente como una potencial víctima, con lo cual convierten a las mujeres en potenciales victimarias. Como señala la jurista italiana Tamar Pitch, es justamente mediante la construcción del feto como una víctima potencial de la mujer que es posible elevar su estatus al de un sujeto de derechos. La subjetivación del feto, en este sentido, vuelve sospechosa la autonomía de las mujeres, su capacidad para decidir, evocando el antiguo sistema patriarcal de distribución desigual del poder que sitúa a las mujeres en un lugar jerárquicamente inferior al de los hombres, volviendo sospechosa su capacidad de actuar autónomamente. La idea de que en su interior habita una vida distinta a la de ella desmonta la posibilidad de actuar sobre el propio cuerpo de manera autónoma, y le imputa una responsabilidad, incluso en términos penales, sobre la vida de un tercero, más allá de su voluntad y su deseo. Así, bajo la apariencia de objetividad científica, se instituye una forma de tutelar los cuerpos y las subjetividades de las mujeres.
Por esto, antes de debatir el aborto en términos de un conflicto de derechos entre el feto y la mujer, debemos sincerar los modos en que hemos situado irresponsablemente el debate en ese terreno, haciendo uso de un lenguaje científico para esconder los modos arbitrarios en los que hemos construido al feto como un sujeto de derechos a costa de la autonomía de las mujeres. Por supuesto, esta crítica no implica rechazar la ciencia como forma de conocer el mundo, ni invisibilizar al feto como si no existiese, sino asumir que todo significado y valoración que le asignamos al feto es una representación, una construcción social que tiene consecuencias sobre el cuerpo de las mujeres, y no una forma imparcial y objetiva de pensar en la vida fetal. No se trata de negar los significados y los cuerpos, sino de construir significados y cuerpos que tengan una oportunidad en el futuro. Un verdadero compromiso con la igualdad de género implica, en este sentido, desnaturalizar las ideas que continúan colocando a las mujeres en el lugar de sujetas cuya autonomía hay que tutelar, amparadas bajo el disfraz de la objetividad científica.