Camilo Ratti

La sombra del Pocho

Nadie duda que Eduardo Angeloz fue tal vez el último caudillo del radicalismo mediterráneo, que llegó al poder en 1983 como el “heredero de Sabattini”, dueño de una oratoria envidiable y un carisma arrollador, y entregó su cargo en 1995 carcomido por su voracidad de poder, escándalos de corrupción y desmanejos financieros, arrodillado frente a su enemigo íntimo : Ramón Bautista Mestre.
Como se sabe, o se informará estos días, fue tres veces gobernador de manera consecutiva (con la famosa y no menos polémica reforma constitucional que habilitó la re re) además de senador nacional, provincial y referente de un sector importante de la UCR cordobesa hasta ayer mismo, miércoles 23 de agosto de 2017, cuando una larga enfermedad finalmente se lo llevó de este mundo.
Esa es la historia pública del “Pocho”, que en los próximos días se multiplicará en todos los formatos imaginables, y que recitarán como mantra los militantes de su partido y los simpatizantes que la muerte se encargará de multiplicar y agigantar en los meses venideros. Pero hay otra historia de Angeloz, mucho menos épica, que lo une a lo más siniestro de nuestro pasado. Es la historia menos conocida, o que circula en el aire pero en la frecuencia off the record, en la categoría de lo tácito en esta Córdoba cuasi medieval: su vínculo con Luciano Benjamín Menéndez, el símbolo del terrorismo de Estado que aún desafía a la biología. Y si bien un hombre, y mucho más un protagonista histórico como Angeloz, no se reduce a una parte de su vida, la relación con Cachorro merece un capítulo destacado, por las consecuencias humanas, políticas y culturales que la dictadura desparramó como un virus, y cuarenta años después siguen determinando conductas y culturas políticas que no nos dejan salir del pantano conservador y reaccionario.
En el libro “Cachorro, vida y muertes de Luciano Benjamín Menéndez”, que publiqué en 2013, esa relación fue revelada y/o confirmada por cinco fuentes que compartieron infinidad de reuniones entre el mandamás del III Cuerpo y el gran orador de Río III, o tuvieron un trato cercano con el protagonista de esta historia. “Angeloz y Menéndez eran amigos, tanto, que otro amigo radical mío, me decía: ‘che, que le dio tu primo a Angeloz, que lo adora. Dice que Luciano salvó Córdoba, que es un demócrata convencido, habla maravillas de él, conversan permanentemente y le agradece lo que está haciendo tu primo en Córdoba’”. Quien reconstruye ese diálogo es Mario Benjamín Menéndez, primo hermano de Luciano, quien en diciembre del 2007 se mostraba furioso por el “silencio de Angeloz ahora que mi primo cayó en desgracia. Como él, muchos que se decían sus amigos se cagaron y no hablaron”, bufaba el ex gobernador militar de Malvinas.
Otro testigo directo de esas reuniones en el despacho del Comando del III Cuerpo era el general Fernando Santiago, segundo comandante de Menéndez, quien también recordó esas tertulias en varias entrevistas realizadas en 2007 y 2008. “Angeloz quiso poner, y lo habló conmigo muchas veces, todos los intendentes radicales”.
– ¿Y eso lo negociaba con Menéndez?, pregunté al entrevistado.
– “No, no, cuando Angeloz iba al comando, Menéndez, que no era ningún tonto, me decía: ‘recíbalo usted a Angeloz’. No siempre era así, porque muchas veces hablaron, pero Menéndez no quería dejarse imponer nada”.
El suboficial Pedro Giamberardino era el ayudante personal de Luciano Benjamín, y también relató para el libro los encuentros entre los dos jefes: “Angeloz iba una o dos veces por semana a reunirse con Menéndez en el Comando del III Cuerpo, se reunían en su despacho. Como él, visitaban al comandante empresarios, jueces, autoridades religiosas, hacían fila para almorzar con Menéndez”. Misceláneas de la dictadura cívico-militar que los flamantes negacionistas en el poder se empecinan en ocultar.
La relación del radicalismo con los jerarcas de la dictadura no es un secreto, ni mucho menos. Fue el único partido nacional que no estaba prohibido por el Plan del Ejército (el documento secreto diseñado por los comandantes para asaltar el poder el 24 de marzo) ni estaba catalogado como “enemigo de las fuerzas armadas”. Es más, Balbín entraba como un funcionario más a la Casa Rosada de Videla-Viola, y se organizaban reuniones militares para escuchar al histórico dirigente radical, inventor de la deleznable categoría de “guerrilla industrial”, utilizada por la dictadura para justificar el secuestro y la desaparición de miles de obreros y delegados de base, el mismo que antes de morir hizo un último aporte a los genocidas, cuando anunció al mundo lo que los militares no tenían el valor de reconocer: “los desaparecidos están muertos”.
Angeloz especulaba que una vez terminada la dictadura, el radicalismo era la principal herramienta política para asumir el poder en caso de una apertura democrática, y conocía el vínculo familiar de Menéndez con su partido. Consciente de eso, la relación con Menéndez fue clave para diseñar la estructura partidaria que luego lo catapultaría a la gobernación en 1983. “Negoció con Menéndez la designación de cien intendentes o jefes comunales radicales. Presionó para dejar los que quedaban del gobierno anterior, y operó para nombrar a alguno. Uno de esos bendecidos fue Dante Fornasari, de Huinca Renancó, que luego fue presidente de la Cámara de Senadores cuando Angeloz fue gobernador”, recuerda Carlos Vicente, que en esos años militaba en la línea del radicalismo que piloteaba el viejo Illia.
Esa relación, de cercanía y confianza del Pocho con Luciano Benjamín, era la llave para salvar la vida de personas que habían sido secuestradas por las patotas del general. Que es la historia que inmortalizó Angeloz una vez en el poder para defenderse de las acusaciones de complicidad con el genocidio. “Cuando desapareció Gustavo Jaeggi, fuimos con su hermano Roberto a verlo a Angeloz, para ver si podía interceder ante Menénedez. Delante de nosotros levantó el teléfono y se comunicó con el III Cuerpo: ‘Hola Cachorro, estoy con unos muchachos, te voy a pasar un nombre: Gustavo Angel Jaeggi’”. Vicente recuerda que volvieron a la semana y el capo radical les confirmó lo que menos deseaban escuchar: “Muchachos, no lo busquen mas”, respondió la única persona que podía torcer, además de Primatesta, el veredicto del poderoso comandante sobre sus víctimas.
Finalizada la dictadura, la relación entre ambos líderes siguió cultivándose, a pesar de las denuncias y los procesamientos que la justicia federal inició contra Menéndez como máximo responsable de las atrocidades cometidas en su comarca. Tan es así, que el policía Octavio Cuello, relató para “Cachorro”, que el general que participaba de actos oficiales durante el reinado del Pocho, también se reunía en privado con el gobernador: “Se veían en la oficina que Angeloz tenía en la Av. Vélez Sarsfield 27, donde funcionaba una empresa contable que administraba sus campos. A mi me lo contó un mozo de apellido Olmos que trabajaba en el bar El Quijote, que queda debajo de esas oficinas, que era el encargado de llevarles el café. Ahí se reunían permanentemente”.
Varios años después, con Menéndez indultado por Carlos Saúl, y a pesar de haber sido derrotado por éste en las elecciones presidenciales de 1989, Angeloz siguió acumulando poder, fue nuevamente reelecto en 1991, y comenzó la curva descendente de su vida. En el medio fue asesinado Regino Maders, explotó el escándalo del Banco Social y otros casos de corrupción de sus principales funcionarios, hasta que el estallido económico y social precipitó su renuncia en julio 1995.
En 2007, alejado de la política activa, recluido en su vida privada, me comuniqué para escuchar su versión sobre la comentada relación con Menéndez. Me citó en el bar Rockenfeller (ahora Johnny B. Good) de la Avenida Hipólito Irigoyen, de barrio Nueva Córdoba. Según algunos colegas, habitué de esos lugares. Pero nunca llegó, ni llegará para responder preguntas incómodas sobre esa sombra que oscureció su vida y manchará para siempre su memoria.