Cristian Maldonado

Malditos laburantes

Tengo la impresión de que, si esto sigue así, en cualquier momento vamos a terminar sintiendo culpa por cobrar un sueldo. Hay un clima cada vez más proclive a que aceptemos cualquier cosa con la cabeza gacha. Asistimos atónitos a la construcción de un escenario en el que los trabajadores que pelean por sus derechos aparecen como los responsables de todos nuestros males. Enemigos acérrimos de la lluvia de inversiones a los que hay que disciplinar como sea. Se puso de moda, una vez más en Argentina, demonizar a los laburantes que luchan por condiciones dignas y aplaudir a los sumisos que aceptan los ajustes sin chistar. El gobierno nacional está cada día más empecinado en promover ese modelo. Y de ahí para abajo, la dirigencia política en general aprovechó la ocasión para darle rienda suelta a sus más bajos instintos. Con Córdoba a la vanguardia: se publican las listas completas de trabajadores municipales con nombre, apellido, DNI y salario; se monta un acting legislativo decididamente oportunista y en dos minutos se aprueba una ley antihuelga; se impulsa una consulta en la que el foco está puesto otra vez en los reclamos de los trabajadores.
Mestre, por ejemplo, parece haber logrado con estas prácticas cierto respaldo social que no pudo conseguir a través de la gestión. Después de nueve días durante los cuales el conflicto del transporte dejó a pata a más de 500 mil pasajeros, con miles de personas sin poder salir de sus barrios, el intendente optó por aparecer como el duro de la película, que da un golpe sobre la mesa y le transfiere por completo la responsabilidad a los choferes. A juzgar por la falta de reflejos y las inexistentes mesas de diálogo a fin de dar con soluciones por la vía de la política, uno bien podría pensar que el ejecutivo municipal estimuló el conflicto dejándolo crecer hasta que el horno estuviese a tope. Esto no exceptúa a los choferes de haber encarado el reclamo con un grado de inexperiencia supina, siguiendo los consejos de asesores que suelen jugar a la política con el puesto de trabajo de los demás, pero que a la hora de las urnas aparecen como ilustres víctimas del sufragio universal. Lo real, aunque se apunte sólo contra los choferes, es que el intendente fue quien debió dar alguna solución política y estuvo 8 días sin dar ninguna. Después apareció, como si fuese el dueño de todas las empresas de transporte, asegurando él mismo que ningún despedido recuperaría su fuente laboral. Sin olvidar, por supuesto, esas postales más propias de la dictadura, con fuerzas de seguridad arriba de los colectivos.
El punto de partida de esta escalada antiobrera quizás tenga su piedra basal en una máxima que el presidente repite casi como un axioma: hay que bajar los costos laborales. Los colegas que tienen trato con él aseguran que es su obsesión. Lo dijo hasta el cansancio y de mil maneras parecidas. Sacudamos el archivo dos segundos: “No podemos perdernos esa fábrica. Depende de ustedes que podamos bajar los costos”, le pidió en medio de una gira por Alemania al diputado e integrante del SMATA Oscar Romero. O el año pasado en Tucumán, en la celebración del Bicentenario de la Independencia: “Cada vez que un gremio logra reducir la jornada horaria, cada argentino lo está asumiendo como un costo, y no está bien”. O unos meses después en la inauguración de una planta de alfajores en Mar del Plata: “Tenemos que entender que los convenios laborales del siglo XX no sirven en el siglo XXI”. Y pensaba lo mismo ya en 1999, cuando se lo hizo saber a Longobardi: “Hay que bajar los salarios porque son un costo más. Hay que tomar gente que esté dispuesta a cobrar lo mínimo que le corresponde por lo que hace”. Sí, leyó bien.
En el marco de una descomunal puesta en escena, Macri difundió por estos días un video en el que llamaba a un hombre para contarle, entre otras cosas, que se va a dormir cada noche angustiado porque hay personas que no tienen laburo. Siendo buenos, podríamos decir que el camino hasta el infierno está empedrado de buenas intenciones y la gestión de Cambiemos adoquinada de martirios para los laburantes: pérdida escandalosa de puestos de trabajo, pérdida de poder adquisitivo, aumento del trabajo en negro, eliminación de la paritaria nacional docente con gas pimienta incluido, pomposos anuncios de planes de flexibilización laboral, veto de la ley de emergencia laboral, casi el doble de personas adentro de ganancias y hasta manuales de estudio que llegan a las escuelas con una obscena bajada de línea en contra del derecho a huelga de los trabajadores.
Mientras tanto, los últimos datos oficiales no hacen otra cosa que confirmar que en Argentina hay cada vez más desocupados. Según INDEC, durante el primer trimestre de 2017, la desocupación trepó al 9,2 por ciento de la población activa, esto significa que se incrementó en 1,6 por ciento en 3 meses. En el informe del propio organismo se describe como “un incremento estadísticamente significativo”. Y según le detalló a este portal el sociólogo especializado en economía Daniel Schteingart, la cantidad de ocupados respecto del total de la población es la más baja de los últimos 10 años.
La desocupación y el miedo a quedarse sin trabajo son los dos pilares fundamentales para ejecutar con éxito un proyecto de flexibilización laboral. Que es, según puede verse en el horizonte, derechito hacia donde vamos. Tal vez por ello el modelo de sindicalista que el gobierno eligió como ejemplo sea Gerónimo “Momo” Venegas. Pero más allá del proyecto del gobierno y de la inestimable colaboración de muchos medios de comunicación, ¿cómo es posible que tenga tanto éxito el enfrentamiento de trabajadores contra trabajadores? Siento que tenemos encima una colonización mental de la cual no logramos escapar. Hay pocas cosas más desoladoras que ver a laburantes festejando que despidan a otros laburantes. O verlos ofrecerse como “voluntarios”. O verlos plegados automáticamente a la ola de críticas cada vez que hay una lucha o un reclamo salarial. Los docentes, una manga de vagos que no quieren trabajar; los anestesistas, una casta de ricos que extorsiona por ambición; los trabajadores del Estado, ñoquis, grasa militante, escoria que vive de nuestra plata; los municipales, negros que viven de asamblea; los enfermeros, minas y tipos que se viven quejando; los choferes, una mafia que gana fortunas; los de Conicet, “nuevos piqueteros”, le escuché decir a un periodista porteño. Y así.
Ahora, cuando se trata de las patronales agropecuarias de la soja, que hacen lockout, desabastecen, cortan las rutas durante tres meses, ahí sí hay banca irrestricta de los medios y de muchísimos trabajadores también. “El gobierno no tiene por qué meterse con la plata del campo”, braman. Si el gobierno premia a los especuladores financieros, a los bancos, a las multinacionales mineras o a los sectores agroexportadores, está todo OK. Los enemigos son los trabajadores que luchan para tener mejores salarios. Los buenos laburantes son los que le meten sin protestar, los que están dispuestos a cobrar “lo mínimo que les corresponde por lo que hacen”. ¿Qué nos llevará a actuar así? Porque lugar para muchos ricos no hay. Tachen la generala. La economía sigue siendo una suma cero y la ecuación da que para que haya algunos ricos tiene que haber muchísimos pobres. Y trabajadores flexibilizados. Sí hay lugar para que cobremos mejor, para que nos alcance y para que algún hermoso día volvamos a presenciar un fifty-fifty.
El inversor estadounidense Warren Buffett es uno de los hombres más ricos del mundo. Es dueño, o al menos accionista, de gran parte de los bienes y servicios que consumimos. Coca Cola, Wells Fargo, Burlington Northern, American Express, Procter & Gamble, Kraft Foods, IBM, WalMart, Wesco Financial, ConocoPhillips, Johnson & Johnson, Apple. En el año 2011 escribió un artículo en The New York Times en el que se sinceró: “Mientras los pobres y la clase media pelean por nosotros en Afganistán y la mayoría de los americanos lucha por llegar a fin de mes, nosotros, los mega-ricos, seguimos gozando de ventajas fiscales”. Warren Buffett dijo unas cuantas verdades como esa a lo largo de sus 86 años de vida, pero ninguna más contundente que el sincericidio sobre la lucha de clases: “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”.
Igual que en el juego de la silla, en el que los niños corren eufóricos hasta que se apaga la música y uno tras otro va perdiendo su lugar, mientras laburantes se enfrentan a laburantes, nos vamos quedando con menos trabajo, menos salario y menos derechos. Quizás valga la pena preguntarnos si cuando nos sumamos a la ola de críticas ante una lucha o un reclamo salarial, o cuando nos prendemos a las miradas peyorativas sobre los laburantes, no estamos serruchando las patas de la silla sobre la cual estamos sentados.