Nora Aquín

 

columnista alreves.net.ar

Posverdad

A fines del año dos mil diecisiete, el término fue incluido por la Real Academia Española. Contará, por tanto, con una definición en los diccionarios. Toda una señal. Todo un poder. Pero, es al mismo tiempo toda una novedad? ¿Qué notas justifican el pasaje por el cual dejamos de llamar mentira a la mentira, o noticia falsa a la noticia falsa, para reconstruirla en términos de posverdad? Qué tanto ha cambiado desde aquella apelación de Joseph Goebbels, “Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá”, o bien “Cargar sobre el adversario los propios errores o defectos, respondiendo al ataque con el ataque. Si no puedes negar las malas noticias, inventa otras que las distraigan”? Los gobernantes de la Argentina de hoy nos ofrecen cada día muestras de que siguen a pie juntillas la indicación.

La posverdad define un tipo de información que puede no ser cierta –en la mayoría de los casos no lo es- y que puede ser o no ser reconocida como falsa por quienes la consumen, no obstante lo cual produce efectos en ellos. Sabemos que las palabras no sólo hablan de la realidad, sino que también la construyen. Y se agregan dos elementos novedosos: de un lado, la construcción se realiza exclusiva y excluyentemente en base a aspectos emocionales, a deseos y expectativas; del otro, la masividad y la velocidad de difusión, de manera que el flujo informativo actual no tiene precedentes. Como consecuencia de ello, queda relegada y disminuida la posibilidad de detectar tanto la autoridad cultural de quien emite una información o un conocimiento, como la posibilidad de detectar matices ideológicos entre distintas afirmaciones. De ahí que las personas tienden a consustanciarse con ciertas afirmaciones, impulsadas por lo que es ya evidente: desde el punto de vista emocional, estamos predispuestos a aceptar la información con la que coincidimos y a alejarnos de aquella con la que disentimos. Pareciera entonces que el problema de la verdad perdió centralidad, y la opinión tiene más valor que los hechos. A mi criterio –y no sólo al mío, desde luego- semejante instalación afecta no sólo a la verdad, no sólo a la vida individual, sino y fundamentalmente a la vida en sociedad y a la democracia.

En Argentina las principales afirmaciones que emanan de voces “autorizadas” –funcionarios gubernamentales y comunicadores, fundamentalmente- construyen un consentimiento a partir de emociones y de prejuicios que generan lo que Adela Cortina ha llamado aporofobia, en su libro ‘Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia’, y que define como “rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre”, no sólo desde el punto de vista económico, sino hacia toda persona que se encuentra en situación de vulnerabilidad. Más cerca, en nuestra geografía, Sandra Guimenez habla de salvajismo discursivo, que impulsa al salvajismo en los hechos y a su aceptación pasiva. Ejemplos? Muchos y desgraciados: los asesinatos de niños y jóvenes, la atribución de terrorismo a organizaciones de pueblos originarios, el orgullo por tener “cada día un nuevo pibe preso”, “las mujeres se embarazan para cobrar un plan”. Cuál sería el beneficio de instalar como posverdad estas supuestas características de sujetos pobres y vulnerables? Lograr que la mayoría de la sociedad se distancie ellos, en una clara pretensión de distinción, y que apruebe las medidas tendientes a la clausura de derechos conquistados; así está ocurriendo en Argentina con derechos de niños y mayores, con el derecho a un consumo digno, a la recreación, a la educación superior gratuita de los sectores de pobreza, al trabajo, y tantos otros derechos que vemos cercenarse día a día. En este aspecto, el discurso hegemónico ha logrado un éxito considerable.

Pero no es todo: estos contenidos del discurso del poder en Argentina vienen a completarse con aseveraciones tales como que la inflación viene en descenso, hay crecimiento, el salario aumenta su poder adquisitivo, o lo que sería más o menos lo mismo, estamos en el país de las maravillas. Al respecto, el discurso hegemónico ha comenzado a tambalear, ya no rinde los frutos esperados. Pareciera que la posverdad reconoce límites.

En definitiva, la posverdad es resultado de un formidable trabajo de indagación de la condición humana, que vienen realizando intelectuales orgánicos del neoliberalismo, con el fin de constituir un sentido común favorable a los intereses de los poderosos. A partir de ello, lograron, con base en el trabajo de aparatos mediáticos, instalar como eje del sentido común la separación entre condiciones individuales de vida y proyecto de nación. Lograron que la idea predominante en el imaginario sea aquella que sostiene que los logros personales son completamente independientes de las políticas de Estado, y que son el resultado simple y directo de su propio esfuerzo. Al mismo tiempo, han logrado que el sentido común rechace las políticas de protección social. De esta manera, se articulan dos prejuicios: por un lado, que lo que logra cada quien es exclusivamente producto de su esfuerzo personal (algo así como si sólo se esforzaran cuando los gobiernos desarrollan proyectos distributivos). Y por otro, que lo que no han logrado es culpa del gobierno “que alimenta vagos”. Pero han comenzado a fracasar en la pretensión –casi esquizofrénica- de hablarnos de las bondades de una realidad cada día más penosa. De manera que nada es para siempre. El trabajo cultural, de decolonización, radica precisamente en desarmar estos procesos de construcción de posverdad, o lisa y llanamente, esta mentira.