Andrés Daín

¿Qué hacer con las críticas?

La relativa calma cambiaria logró mejorar levemente la imagen de Macri, aunque la consideración negativa sigue alta.
Durante las últimas décadas venimos asistiendo a una suerte de tiranía de la opinión pública. Los políticos se desviven por saber “qué quiere la gente” y parecen estar dispuestos a comprometerse a cualquier cosa con tal de erigirse como un líder que “sabe lo que la gente quiere”. Esta hipersensibilidad con la opinión pública, lleva a los dirigentes no sólo a cambiar sus opiniones, sus propuestas y hasta sus convicciones más profundas, sino que inclusive contratan coaches que los entrenan para transformarse en alguien de mayor agrado para “la gente”. En este clima, los políticos están sumamente atentos a lo que se dice de ellos, a la “imagen” que la sociedad va adoptando de cada uno de ellos, porque de lo que se trata es de reforzar los elementos positivos de su propia imagen y poner todos los esfuerzos en cambiar aquellos que la opinión pública estima negativamente.
Así, por ejemplo, los grandes fantasmas que acechaban la imagen de Mauricio Macri (sus modismos de clase, la lejanía que transmitía respecto a los sectores populares, su perfil decisionista-empresarial, etc.) fueron meticulosamente trabajados, pieza por pieza, para lograr un estilo de liderazgo compatible con las demandas sociales de la época. Pero esta lógica de la política contemporánea parece no admitir fronteras ideológicas.
Unos de los lugares comunes que refuerzan la imagen del kirchnerismo como un grupo fanatizado es su limitada capacidad para procesar las críticas recibidas. Muy particularmente en el caso de su líder. Los oídos sordos que primaron dentro de ese espacio político fueron presentados como el síntoma de un modo de relacionarse con sus detractores. Así, su silencio frente a las críticas representó una manera de entenderlas: básicamente se tratarían de operaciones político-mediáticas orientadas exclusivamente a esmerilar la legitimidad de su proyecto político. En este razonamiento, responderlas o dar cuenta de ellas, sería siempre un gesto de debilidad política. Desde el punto de vista del mainstream de la comunicación política, esto es un verdadero sacrilegio y, justamente por ello, el kirchnerismo fue y sigue siendo calificado como parte de una vieja política (supuestamente estructurada a partir de liderazgos mesiánico y omnipotentes, cuyo olfato político basta y sobre para tomar decisiones).
Sin embargo, en los últimos tiempos, la cosa parece estar tomando otro color. Si atendemos a las últimas intervenciones públicas de CFK y, sobre todo, a su estrategia comunicacional durante las últimas PASO, no sería exagerado sostener que se produjo un cambio. El lugar de escucha y sus muy dosificadas intervenciones a lo largo de la última campaña, así como el uso de escenarios 360 y el protagonismo de ciudadanos “de a pie”, parecen ser la muestra cabal de un reconocimiento a la crítica tan extendida en términos de grupo cerrado, altamente ideologizado y muy refractario no sólo a quien piensa distinto, sino inclusive a cualquiera que pretenda algún tipo de acercamiento matizado.
Pero no todo es tan rudimentario en la comunicación política. No hay una linealidad tan simple en la política. Ni la emergencia de críticas es un proceso espontáneo en el seno de la sociedad civil, ni detectarlas tampoco resulta evidente, ni es para nada sencillo saber qué hacer para contrarrestarlas. A pesar de que muchos sentidos comunes lleven a pensar que la única manera fehaciente de reconocer las críticas es a través de un cambio comportamental, ésta no es la única posibilidad. El coaching no siempre es la solución, ni tampoco es una alternativa válida para cualquiera.
Es obvio que el desafío en toda estrategia electoral es sumar votos. Lo que no es nada obvio es cómo hacerlo sin perder los propios. Si a cada crítica se le responde cambiando el modo de actuar, se corre el riesgo de que por sumar apoyos críticos se pierdan algunos de los propios. De hecho, no han faltado voces señalando que esta supuesta duranbarbarización de CFK es el síntoma de su propia debilidad política, que son los últimos manotazos de ahogado por parte de una dirigente que se encuentra en el ocaso de su carrera política.
Parecen quedar pocas dudas de que CFK debe llenar de poros la rígida frontera entre sus seguidores y sus detractores, a partir de la hipótesis de que éstos últimos no son homogéneamente recalcitrantes a su proyecto político y que allí aún tiene votos por pescar. Para ello las únicas alternativas no pasan por transformismos audaces. También, por ejemplo, se puede intentar neutralizar las críticas a través de diversas estrategias retóricas.
Por ejemplo, un mote generalizado es el tono crispado de CFK, particularmente en sus recordadas cadenas nacionales. No es nada claro que “la gente” espontáneamente haya construido esa caracterización de CFK, pero tampoco es nada evidente que la respuesta debe pasar por una CFK sonriente, cálida y amable. Una CFK dirigiéndose a sus seguidores al modo de un pastor evangelista, sería tan poco verosímil que no sólo no lograría sumar esos votantes que la abandonaron porque “se cansaron de sus malos tratos” sino que inclusive sus propios seguidores podrían verse desidentificados frente a una líder rendida a los designios de lo políticamente correcto.
En este tipo de situaciones, una alternativa podría pasar por intentar neutralizar esas críticas procurando que esos sujetos vean y valoren de otro modo aquello que critican. No que cambien su opinión, sino que vean en otros términos eso mismo. No se trata de que dejen de ver a CFK en esos términos negativos y que pasen a verla positivamente, sino que esos defectos señalados pierdan peso a la hora de decidir el voto.
Si partimos de la base de que no es verdad que el tono enojado de un dirigente siempre sea algo negativo ya que en muchas ocasiones puede ser sinónimo de férreas convicciones. Que tampoco es verdad que la falta de diálogo con opositores sea unívocamente algo malo en política; sino que a veces puede ser el indicador de un rechazo al carácter corporativo que en ocasiones toman las negociaciones entre dirigentes. Y tampoco es menos cierto que, como señaló la propia Carrió, la política tiene una función pedagógica y que, por lo tanto, no siempre es malo un discurso que busque bajar un lineamiento determinado. Entonces siempre hay un margen para hacer que el enojo o los malos modales no sean vistos tan negativamente. Seguramente sería desmesurado pretender que sean valorados positivamente, pero si puede buscarse neutralizarlos como determinantes del voto. Por ejemplo, CFK podría buscar equilibrar la crítica a su tono crispado ofreciendo una explicación, un relato que lo vincule a valores definitivamente positivos, como los de defender el interés de las mayorías, el de resistir los embates de los poderes fácticos, o el tener que afrontar las traiciones de una clase dirigente cooptada por intereses corporativos.
Algo por el estilo fue lo que hizo Macri con su rol de empresario. En Argentina, el término empresario está asociado a un sinfín de valores negativos: ambición, avaricia, evasión, etc. Macri logró, mediante un minucioso trabajo, que lo empresario sea más bien relacionado con valores positivos, tales como la innovación, la audacia, el emprendedorismo o la generación de empleo.
La capacidad de CFK de revertir y neutralizar críticas está por verse. Lo que parece cada vez más claro es que su serte política depende de ello.