María Inés Peralta

 

columnista alreves.net.ar

¿Qué nos pasa?

¿Qué es lo que hace que nos sintamos conmovidos cuando niños y adolescentes son noticia porque duermen en la calle con temperaturas de grados bajo cero, porque se ahogan en balsas de inmigrantes, quedan sin padres y hermanos como consecuencia de bombardeos, o se suicidan en un instituto de jóvenes? Y a la vez pidamos penas más duras y más tempranas para los chicos que cometen un delito o que nos deshumanicemos frente a ello.

¿Por qué somos capaces de golpear a un niño (de 13 años con aspecto de 9) hasta quebrarle un brazo cuando intenta robar un celular? ¿Por qué no logramos ver en la acción de ese niño que comete un delito, el resultado de la ausencia sistemática de los diferentes actores sociales (todos responsables) cuando ese niño necesitó alimentos, tuvo dificultades en la escuela, no recibió cuidado y afecto de su familia, tuvo que trabajar desde pequeño o se le ofreció consumir droga?

Hay algunas reflexiones que podemos hacer, reconociendo que cada uno/a de nosotros/as tenemos un papel activo e irremplazable en la construcción de un modo de “ser sociedad”.

Por un lado, es importante recordar que la compasión y la represión son sentimientos dominantes en los vínculos que la humanidad adulta ha sostenido con niños/as y adolescentes. Nos movemos oscilantemente entre estos sentimientos, que no nos permiten construir una relación de descubrimiento, conocimiento y comprensión real y concreta entre unos y otros.

En nombre de proteger a los niños/as durante casi 90 años que estuvo vigente la Ley del Patronato del Menor, en nuestro país se generaron situaciones de profunda vulneración: la institucionalización y el encierro fueron la principal respuesta del Estado, y tal vez las únicas salidas que lograba imaginar la mayoría de la sociedad. Hoy se reeditan esas viejas “soluciones” cuando frente a un niño o un adolescente menor de 16 años, pedimos que se le trate como un adulto, se lo “castigue” o se lo juzgue como tal.

Por otro, históricamente hemos aprendido a procesar las diferencias económicas y étnicas entre grupos sociales en términos de desigualdad, de superioridad-inferioridad, de subordinación, lo que profundiza y potencia los desentendimientos y las fracturas entre los seres humanos.

Más recientemente, frente a la necesidad compartida de sentirnos seguros y protegidos, el mensaje dominante que se ha instalado en el “sentido común”, es que quien vulnera ese derecho y nos genera inseguridad es un “otro” peligroso al que hay que controlar y sancionar: el “choro”, el “villero”, el “negro”, el “sucio”. Sin dudas, los medios masivos de comunicación han contribuido en buena manera a crear una imagen de este “otro peligroso”, y por eso 2 de 3 noticias referidas a niños y adolescentes son policiales, según advierte la Red Argentina No baja, una red de organizaciones sociales y universitarias que se manifestó en contra de la baja de la imputabilidad, como vuelven a proponer algunos sectores políticos.

En esta combinación de rasgos socio-culturales está la base de las situaciones cotidianas en las que el descontrol, la confusión y la violencia se imponen frente al comportamiento “civilizado”, que seguramente nos atribuimos quienes nos consideramos respetuosas de las normas necesarias para la convivencia.

La violencia social nos afecta a todos/as, o debería afectarnos: tanto la violencia estructural de la pobreza y la exclusión, como la violencia que nos impide distinguir entre la solidaridad con la víctima de un hurto callejero, y la deshumanización que encarnamos al estar dispuestos a ejercer la violencia extrema sobre un niño.

Mas preocupantes son estos actos de violencia urbana, si señalamos que como sociedad hemos conquistado el reconocimiento de derechos para los niños/as y adolescentes, vigentes desde la adhesión de Argentina en 1990 a la Convención Internacional de los derechos del Niño, traducida luego en leyes nacionales (2005) y provinciales (2011) que establecen que los adultos (familia, comunidad y Estado), somos los principales responsables en garantizar que esos derechos se cumplan.