Andrés Daín

 

columnista alreves.net.ar

Sobre la forma del debate electoral

Las listas se cerraron y el debate electoral de cara a las legislativas va tomando sus particularidades. Un diagnóstico que va diseminándose es que la estructuración polarizada va asumiendo la forma de un debate entre “aquellos que quieren volver al pasado” y entre “aquellos que renovarán sus votos con el cambio”. En concreto, los argentinos debatiremos entre el pasado y el presente-futuro. Ahora bien, tampoco es menos cierto que la cuestión del tiempo, no en términos climatológicos por supuesto, sino en términos más bien cronológicos, es de algún modo una constante en toda disputa por el apoyo ciudadano. En casi cualquier elección aparece la pregunta por el presente: ¿cómo es nuestro presente? ¿qué hay de bueno y qué de malo en nuestro presente? Y ello automáticamente lleva a la pregunta por el pasado: ¿Qué se hizo en el pasado que explique tanto lo bueno como lo malo? ¿Qué decisiones se tomaron que explican nuestra actualidad? ¿Quiénes son los responsables? E invariablemente, también aparece el futuro: Dado este presente ¿cuál será nuestro futuro? ¿Qué bondades y qué problemas nos depara el futuro?

Desde este punto de vista, las próximas elecciones de medio término podrían hacerse inteligibles a partir de esta relación entre discurso político y tiempo. Y ello, nos sitúa frente a la pregunta en torno a las singularidades que en este caso va tomando la relación entre pasado, presente y futuro.

El kirchnerismo, ya desde su primera elección en el poder allá por el 2005, tuvo una manera de relacionar pasado con presente y partir de allí proyectar un futuro. La lógica del argumento es más o menos la siguiente: la crisis del 2001 fue el corolario inevitable del avance del neoliberalismo que, desde la última dictadura, implicó un proceso de fuerte endeudamiento, desfinanciamiento del estado, desindustrialización, crecimiento del desempleo, de la pobreza y la marginalidad. Allí estaba la explicación de lo malo de nuestro presente. Los problemas del país obedecen a un conjunto de políticas (que implican decisiones concretas realizadas por personas concretas) que se fueron desplegando durante las últimas cuatro décadas a partir de un modelo de país “para pocos”, según su propio lenguaje. Mientras que lo bueno del presente responde a decisiones que el propio gobierno kirchnerista había tomado: desendeudamiento, estatizaciones, AUH, Jubilaciones, subsidios, paritarias, Progresar, Procrear, Conectar Igualdad, etc. Ello hacía que la lógica del argumento electoral tomara básicamente la siguiente forma: “este gobierno tomó decisiones (no sin enormes costos políticos) que te favorecieron, que hicieron que el mismo esfuerzo individual que siempre le pusiste a tu trabajo ahora rinda muchos más frutos que durante la larga noche neoliberal”. En concreto: “te di, te favorecí, por eso te pido tu voto, tu apoyo”. Es lo que la literatura politológica ha denominado construcción de legitimidad en base a resultados. Y en esta trama argumentativa, el futuro “naturalmente” aparece como promisorio: si hoy estoy mejor porque hay un gobierno que toma decisiones que me favorecen, entonces el mañana nunca podrá ser peor; si el gobierno toma decisiones que me favorecen, el futuro invariablemente será mejor.

Es cierto que el kirchnerismo no se presenta como pura disrupción toda vez que encuentra en el pasado una línea de continuidad de sus decisiones políticas presentes, aquella que está trazada por las múltiples maneras de resistencia al despliegue del modelo neoliberal en el país.
Mientras que por el lado del oficialismo la cuestión resulta muy diferente. Este año Cambiemos se estrena electoralmente siendo gobierno, y también parece ofrecer a la ciudadanía su relato sobre el pasado, el presente y el futuro de los argentinos. Para el gobierno de Macri, el problema no es el neoliberalismo sino el populismo. Nuestro pasado estuvo signado por gobiernos demagógicos e irresponsables que no hicieron más que dilapidar las oportunidades por el viento de cola de distintos contextos internacionales. Por eso estamos como estamos, se derrochó una oportunidad histórica tras otra porque “no se hizo lo que había que hacer” para lograr un presente mejor. Al contrario, se fijó una suerte de relación perversa de mutua conveniencia entre una clase dirigente inescrupulosa que en sus ansias de mantenerse en el poder repartió a diestra y siniestra y una ciudadanía “cómoda”, “facilista” o “pícara” que, dada su falta de cultura cívica, apoya gobiernos a cambios de beneficios cortoplacistas. Por lo tanto, para que el futuro sea más promisorio, hay que actuar con responsabilidad y seriedad para realizar “lo necesario”. Ahora bien, el corolario de esta retórica es que el presente es doblemente malo: es malo por el pasado populista, y es malo porque en el propio presente se están tomando las medidas necesarias para cortar con esa historia de derroches y encauzar al país en la dirección “correcta”. Así, el verdadero futuro sólo es consecuencia del esfuerzo y el sacrificio individual. Como si hubiese una relación de suma cero entre presente y futuro: todo lo que me sacrifique ahora, todo el esfuerzo presente sin retribución inmediata, serán los beneficios del mañana. Así, sostener el apoyo de la ciudadanía depende ante todo de la capacidad del gobierno para mantener las expectativas de que se está yendo por el rumbo adecuado, con cierta independencia de si aparecen o no resultado palpables en el camino.

Pero el macrismo también reconoce en el pasado las condiciones de posibilidad de su propuesta presente. La historia argentina no es una historia de partidos políticos, de élites sociales o culturales, ni de gobiernos ni de proyectos colectivos. Para el mundo Pro, la historia argentina también evidencia ciertos atributos positivos de los argentinos individualmente considerados. El abandono del populismo es posible porque en los argentinos también encontramos valores como el esfuerzo personal, el talento, la creatividad, el ingenio, etc.

Estas dos maneras de relacionar el tiempo con la política, también implica una manera de entender al otro-adversario. Si en el macrismo impera esta mirada despectiva de los movimientos populares y los gobiernos redistributivos, tampoco es menos cierto que en el kirchnerismo prima una visión de sus detractores en términos de ciudadanos alienados incapaces de actuar en base a su propio interés o que sufren de una extraña manifestación del síndrome de Estocolmo que los lleva a apoyar a sus propios verdugos.

Lo que está claro, es que entre ambos lenguajes hay un abismo y que por tanto no hay lugar a una síntesis superadora de ambos. Por ello creemos que en estas elecciones, como viene sucediendo desde 2003 por lo menos, lo que se juega son dos modelos de país, que implican dos modos irreconciliables de entender nuestra propia historia, de explicar nuestro presente y de construir un futuro.