Damián Muñoz

 

columnista alreves.net.ar

Un modelo de ajuste para la infancia

A la hora de caracterizar contextos sociales, políticos y/o jurídicos resulta determinante la forma en que algunos acontecimientos pueden ser hilvanados. Esta filiación puede ser engarzada como sucesos excepcionales, curiosos y anormales; o bien pueden ser vinculados en un sentido unívoco, de regla y alta cohesión que configuren una innegable intencionalidad.

De un tiempo a esta parte, se ha materializado un grave retroceso en materia de derechos humanos de la niñez y adolescencia que se cristaliza al hilvanar una serie de acontecimientos que demuestran un sentido inequívoco y potente hacia –por un lado- un empeoramiento de las condiciones materiales de vida y -por el otro- un incremento de la impronta punitiva de la intervención estatal.

Esta tensión relacional fue ampliamente analizada por Loic Wacquant y resumida en la fórmula de “borramiento del Estado económico, achicamiento del Estado social, fortalecimiento del Estado penal”. O, si se prefiere, simplemente afirmando que a la miseria del Estado social le corresponde la prosperidad del Estado penal.

En la actual coyuntura de la infancia y la adolescencia existieron varios acontecimientos que, reitero, pueden vincularse en una matriz de sentido de evidente intencionalidad punitivista. Es notable el aumento de la intervención policial, con distintos niveles de intensidad. Interceptaciones sin motivos previos bajo la nefasta denominación de “control poblacional”; tareas de inteligencia sobre actividades estudiantiles; ingreso indebido en escuelas secundarias; incremento de las aprehensiones; represiones lisas y llanas en el interior de comedores comunitarios, murgas, etc.

La agencia judicial tampoco escapa a este hilvanado punitivista. Hace pocos meses la justicia especializada de la Ciudad de Buenos Aires libró una orden de detención contra un niño de 9 años quien, una vez aprehendido y también por disposición judicial, se le extrajeron huellas dactilares y le fueron tomadas fotos de frente y perfil. Disparate jurídico que se puede ligar a una reciente sentencia del Superior Tribunal de Justicia de la Provincia de Corrientes que confirmó una pena de prisión perpetua por un delito adolescente.

Todos estos acontecimientos (detallados a modo de ejemplo y que son apenas algunos de los que se podrían listar), unívocos en su sentido político y jurídico, tienen como telón de fondo la (a veces explícita, otras agazapada) intención del gobierno nacional de bajar la edad de punibilidad de los adolescentes. Es decir, reducirla de los actuales 16 años a los pretendidos 14, tal como lo hizo la última dictadura cívico-militar en el año 1976.

Entre los especialistas, investigadores, académicos y operadores del sistema judicial de las personas menores de edad existe un consenso tan contundente como plural en lo que respecta a las profesiones, edades e, incluso, ideologías. Este consenso se verifica en dos puntos centrales. Primero, resulta fundamental, en tanto larga e inexplicable deuda de nuestra democracia, sancionar un nuevo régimen penal juvenil que derogue el vigente decreto-ley n° 22.278, aprobado en la última dictadura cívico-militar. Segundo, ese nuevo sistema penal juvenil no puede (por diversas razones jurídicas y políticas) reducir la edad de punibilidad.

Esta pretendida reducción etaria importa la afectación del principio de mínima intervención y última ratio en materia penal juvenil que supone la aplicación ultra restrictiva del derecho punitivo cuando de personas menores de edad se trata. Es decir, de modo alguno puede sostenerse que aumentar al doble el universo de los adolescentes punibles suponga la mínima intervención punitiva de ese colectivo.

La postura bajacionista también implica la violación al principio de progresividad y no regresividad en materia de derechos humanos. El tope etario de los 16 años supone, en tanto límite de punibilidad, un piso normativo vigente desde 1954, a excepción del período 1976-1983 que fue reducido a los 14.

Ante semejantes obstáculos jurídicos de jerarquía constitucional, los actores políticos y/o mediáticos que propugnen la baja de la edad deberían, al menos, aportar sólidos fundamentos teóricos y empíricos que la justifiquen. Esta argumentación (quizás, una pretensión exagerada en tiempos de la posverdad) debería orientarse en dos registros. ¿Por qué se justifica la baja de la edad? Esto es, la existencia de razones estadísticas que, dicho sea de paso, no son invocadas por los bajacionistas, y las que existen no llevan agua para aquel molino; razones de seguridad ciudadana; motivos de garantías individuales. Pero también, el ¿para qué la baja? Es decir, qué resultado socialmente valioso se busca con esta pretensión. Y, en su caso, si en algún rincón del mundo efectivamente sucedió, de modo que valga la pena replicar la experiencia reduccionista.

Sin embargo, nada de esto abordan ni analizan quienes pretenden semejante decisión de política criminal que, además, podría generar responsabilidad internacional del Estado Argentino a la luz de los principios y estándares del derecho internacional de los derechos humanos en materia de niñez y adolescencia.

Pero para los bajacionistas nada de esto importa. La argumentación, las buenas razones, las justificaciones, son de otro orden. En líneas generales, los bajacionistas manejan el registro de una construcción del delito adolescente tan deformada como eficaz en su difusión.

Lila Caimari estudió detalladamente y en clave histórica la forma en que las “audiencias” participaron de la administración y sentido social del castigo penal. La sensibilidad de la sociedad frente a la respuesta punitiva es una construcción a cargo de los bajacionistas mediáticos. En esta tarea, insisto, la argumentación racional resulta innecesaria. En esta arena de la desvergüenza inescrupulosa, a los precoces criminalizadores de la niñez les basta una falsa entrevista, manipulando con colaboración policial y apoyo político a un niño de 11 años que pueda encarnar toda la maldad que la irracionalidad permita. Y en donde el incompleto pixelado de su rostro es todo un signo del superficial y malintencionado debate que propician amparados por la impunidad del poder de los adultos.