Camilo Ratti

 

columnista alreves.net.ar

Unidos o flexibilizados

La conmemoración internacional por el Día del Trabajador -que desde 1889 recuerda a los mártires de Chicago en homenaje a los obreros de esa ciudad que pelearon por la jornada laboral de 8 horas (cuando era de 12 a 16)- encuentra a los trabajadores argentinos otra vez a la defensiva, frente a un gobierno nacional que llegó para inclinar la balanza a favor del capital, porque desde el Presidente para abajo, en una mayoría abrumadora, expresan esos intereses de clase como nunca antes en la historia nacional.

Apenas asumió, Macri dejó en claro que no sólo no llegaba para mejorar la situación de los asalariados (muchos de los cuales lo votaron honestamente) sino que su gobierno estaba dispuesto a demoler cada uno de los derechos conquistados por los laburantes a lo largo de más de cien años de lucha.

En un recorrido histórico que muestra avances y retrocesos por parte de los trabajadores, lo actuado en este año y medio de gestión no es muy alentador, lo que obliga a la dirigencia sindical y política a desempolvar viejas y nuevas estrategias de resistencia, a los fines de que el huracán neoliberal que azota la región no termine con las mejores tradiciones argentinas: descanso dominical y sábado inglés, vacaciones pagas, aguinaldo, indemnización por despidos, estatuto del peón rural y delegados de fábrica, sólo por citar algunas de las muchas conquistas laborales que el peronismo consagró en ley en la década del 40, materializando desde el poder popular décadas de luchas anarquistas, comunistas y radicales populares, una especie que no encuentra espacio en las estructuras partidarias actuales.

Dinamitar derechos que hacían de la Argentina el país más justo y equitativo de América Latina fue el objetivo de la Fusiladora del 55, del Onganiato en el 66, y por supuesto, de la dictadura genocida del 76, que no deparó en límite alguno para liquidar la organización popular. Y aunque a través del terror estatal lograron hacer retroceder a un movimiento que con Alfonsín volvió a recobrar fuerza, sería la traición de uno de los suyos el que terminaría por noquear a quienes se suponía venía a defender.

En los fatídicos 90, con Menem y De la Rúa, los trabajadores tocaron el piso de su participación en la renta nacional, cercano al 20 por ciento, cuando en el 74 rozó el 50. Estos números se recuperaron casi meteóricamente durante los doce años de Néstor y Cristina, cuando se llegó a casi el 40 por ciento y al bonus de otros derechos laborales y sociales.

El escenario cambió bruscamente en diciembre del 2015, y el horizonte no pinta nada bien en lo que va del 2017. Hasta ahora, con los datos duros del INDEC, la revolución de la alegría sólo garantizó sinsabores para las mayorías populares, con números que meten miedo: 350 mil personas perdieron su trabajo, las estadísticas (todas) muestran una brutal caída del consumo y del poder adquisitivo de los sectores medios y bajos, los números de la industria y el comercio están en terapia intensiva, y la inflación mensual es similar a la del kirchnerismo, pero con el explosivo detalle de que la luz al final del túnel no es más que una ilusión óptica de la señora que preside el Senado, y que los únicos brotes verdes llegarían recién en el segundo semestre de un hipotético segundo gobierno de Mauricio.

Lo concreto, lo real, es que en el año y medio que gobierna el hijo de Franco -que también es Macri-, la transferencia de ingresos de los trabajadores al capital llegó a 16.000 millones de dólares, “lo que implicó una caída en la participación de los asalariados en el ingreso del 37,4 al 34,3 por ciento del Producto Interno Bruto entre 2015 y 2016”, según concluye el N 23 del informe de Cifra, el centro de investigaciones y formación de la CTA, la única central obrera que ha decidido enfrentar el ajuste y la pauperización de sus representados, con la buena nueva de que sus dos máximos referentes volverán a pegar lo que nunca debió romperse.

En la Argentina macrista -por decirlo groseramente-, los representantes obreros dejaron de discutir la participación en las ganancias de las empresas, o la cuarta categoría del impuesto a los altos ingresos (que afectaba a una pequeña población de la masa de asalariados en blanco), para rogar la sidra, el pan dulce y un bono a fin de año. En la patria de Mauricio y el Momo, Techint cierra fábricas en Campana y abre otra en Houston, Texas, y SanCor (la segunda industria láctea del país) se debate entre el cierre o la flexibilización de sus empleados porque el gobierno nacional le retacea un crédito. Dos ejemplos de los miles que se suceden a diario, que confirman el trato recibido por los trabajadores durante gobiernos de derecha, sin contar los palos y los gases lacrimógenos a cuenta de los hermanos Bullrich.

En un contexto para nada sencillo a nivel regional, con nuevas “relaciones carnales” estimuladas por dos presidentes-empresarios, el fifty-fifty de aquellos dorados y lejísimos años 54 y 74, cuando la torta se repartía igual entre la fuerza del capital y el trabajo, la unión de las mayorías populares -y no sólo de sus expresiones políticas y/o sindicales- parece ser la única alternativa frente al despojo y el saqueo que ofrecen los sospechosos de siempre.